“France… Tête d’armée”. La historiografía, y especialmente la hagiografía napoleónica indicarán que fueron las últimas palabras pronunciadas por el Emperador durante los últimos momentos de su agonía la tarde del 5 de mayo de 1821. Ciertamente el hombre que sería recordado no por forjar un imperio a partir de la dictadura militar que siguió al golpe de Estado del 18 de Brumario, el consulado, sino por asentar definitivamente una parte de los avances derivados de la Revolución, y asentar a partir de ellos la estructura política, administrativa, económica e incluso cultural de la Francia moderna, sabía perfectamente que la revalorización de su figura y su legado pasaban por exprimir hasta el final su cautiverio en Santa Elena, consiguiendo así que la decisión del Gobierno británico al declararle prisionero el 31 de julio de 1815 formase parte de la creación de su leyenda. Napoleón, pese a los intentos de organizar su evasión, era consciente de su destino:
“[…] escrito está en los astros que moriré aquí. En América me asesinarán o me olvidaría. Sólo mi martirio puede salvar a mi dinastía. Ésta es la razón de que prefiera continuar en Santa Elena”.
Tras los primeros años de reclusión durante los que dictó las reflexiones que serían recogidas por el conde Emmanuel de Las Cases (1766-1842) en el Mémorial de Sainte Hélène, el punto de partida de la mitificación del cautiverio tras su publicación en 1823, gran parte de los primeros compañeros del Emperador abandonaron la isla por diversos motivos, reduciéndose el número de fieles a un puñado de servidores: el conde Charles-Tristan de Montholon (1783-1853) y su esposa Albine de Vassal (1779-1848), considerada la última amante de Napoleón y de la que su marido se divorciaría en 1828 tras su regreso a Francia; el general Henri-Gatien Bertrand (1773-1844) y su mujer Élisabeth-Françoise Dillon, conocida como Fanny; y el médico corso François Antommarchi (1780-1838), el último facultativo que cuidó al Emperador, llegado a la isla por encargo de su madre, Letizia Ramolino (1750-1836), pero con el que el paciente no consiguió trabar una buena relación.
Una salud quebradiza
Los problemas de salud se agravarán durante 1820, derivados de lo que posteriormente se considerará oficialmente como un cáncer de hígado, una enfermedad que Napoleón consideraba hereditaria al ser la causa de la muerte de su padre Carlo Buonaparte (1746-1785) y por lo que recomendó a su médico que le hiciera la autopsia para poder informar y prevenir a su hijo, l’Aiglon, confinado en la corte de Viena con el título de duque de Reichstadt (1811-1832) y al que no volverá a ver tras el inicio de la campaña de Francia en 1814. Sin embargo –y al margen de las teorías conspirativas–, se trató de una hepatitis crónica sumada a una úlcera de estómago y una medicación incorrecta para tratar ambas.
Los fuertes dolores de estómago le provocarán convulsiones, escalofríos reiterados y profundos dolores que le obligaban a permanecer en cama. La falta de fuerzas para poder seguir con su actividad le provocará cambios de humor, una fuerte irascibilidad e incluso los síntomas de un profundo abatimiento depresivo que intentará remediar recordando los paisajes de Córcega con Antommarchi y el resto de los sirvientes corsos, especialmente su ayuda de cámara y el cocinero de la finca de Longwood:
“[…] todo es mejor allí, empezando por el olor mismo de la tierra. Con los ojos cerrados lo reconocería; en parte alguna lo he vuelto a encontrar… ¡Ah, no poseer ya la casa en que se ha nacido, estar sin hogar… esto es hallarse sin patria!”.
El retorno a los orígenes es el resultado del progresivo distanciamiento de Bertrand y Montholon, deseosos de que la muerte del Emperador les permita regresar a Europa como ya hicieron antes otros, como Las Cases o el general Gaspard Gourgaud (1783-1852), obtener provecho económico de sus vivencias como memorialistas del exilio y recuperar su posición social solicitando el perdón real para instalarse de nuevo en Francia. Entre el 15 y el 25 de abril, el Emperador dictará a Montholon su testamento, que después transcribirá de puño y letra para conferirle validez. Junto al texto principal, los inventarios de bienes, nueve codicilos y varias cartas y disposiciones para su ejecución, conformarán sus últimas voluntades.
El testamento de Napoleón
Junto con el relato de Las Cases, el testamento del Emperador se trata posiblemente del texto napoleónico más estudiado, al mezclar elementos de índole privada con otros de carácter político. Agradecerá en él los desvelos durante su cautiverio de su madre Letizia, su tío materno el cardenal Joseph Fesch (1763-1839) y de sus hermanos José, Luciano, Jerónimo, Paulina y Carolina, así como de Julia, Hortensia, Catherina y Eugenio, perdonando a su hermano Luis el libelo en su contra que publicó en 1820, desmintiendo sus afirmaciones, desaprobando también las falsas memorias editadas los años de exilio. Declarará su amor por su segunda esposa, María Luisa (1791-1847), aunque era consciente de su vida como archiduquesa de Austria, y le encomendó el cuidado de su hijo, a quien instaba a no olvidar nunca que era un príncipe francés; a no prestarse nunca a ser un instrumento de “los triunviros que oprimen a los pueblos de Europa” en referencia a Prusia, Austria y Rusia; a no combatir nunca contra Francia, y a adoptar su divisa: “Todo por el pueblo francés”. En el ámbito político justificará el secuestro y posterior ejecución del duque de Enghien (1772-1804), indicando que tomaría de nuevo la misma decisión, recordando que en las mismas fechas el conde de Artois –futuro Carlos X– (1757-1836) enviaba regularmente agentes a París con el encargo de asesinarle con el objetivo de reinstaurar la monarquía. Designaba también para la posteridad a sus enemigos, a los que acusaba de haberlo asesinado prematuramente: la oligarquía inglesa instigadora de las sucesivas coaliciones y guerras contra Francia y sus sicarios –una referencia posible a Robert Stewart, vizconde de Castlereagh, (1769-1822) muñidor de los acuerdos políticos contra Francia en los últimos años del Imperio–, pero no así al pueblo inglés, del que consideraba reprobaría la acción de su gobierno cuando se conocieran las circunstancias de su detención –y, de hecho, así será por cuando el gobernador de Santa Elena, Hudson Lowe (1769-1844), acabará sus días repudiado por la sociedad británica–, mientras que entre los franceses reprobaba las traiciones de los mariscales Auguste Marmont (1774-1852) ante París y Pierre Augereau (1757-1816) en Lyon durante la campaña de 1814, del ministro Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838) y del marqués de Lafayette (1757-1834), a quienes expresaba su perdón con una referencia a si la posteridad francesa podría perdonarles como él. Esto no sería posible en el caso de Marmont, derrotado en las jornadas gloriosas de julio de 1830 que supusieron la caída de los Borbones, quien moriría exiliado Venecia tras más de veinte años de vagar por Europa y el Próximo Oriente. Se declarará miembro de la religión apostólica y romana en cuyo seno había nacido, y expresará su deseo de reposar junto al Sena en medio del pueblo francés al que declaraba haber querido.
Respecto a la distribución de bienes, legó a su hijo sus objetos personales, y estableció una serie de legados para sus compañeros de exilio: dos millones de francos al conde Montholon; quinientos mil francos al conde Bertrand; cuatrocientos mil a Louis-Joseph Marchand (1791-1876), su ayuda de cámara, a quien reconocerá como un amigo y expresará su voluntad de que contrajera matrimonio con una viuda, hermana o hija de un oficial o soldado de la Vieja Guardia; cien mil a Louis-Étienne Saint-Denis (1788-1856), conocido como el mameluco Alí, que fue su fiel escolta en Rusia, Elba y Santa Elena; y diversas cantidades al personal de servicio en Longwood; y entre sus antiguos colaboradores, el conde de Las Cases y el conde Antoine de Lavallette (1769-1830) recibirían cien mil francos cada uno. Los legados monetarios reflejan el grado de respeto y amistad del Emperador hacia algunos de sus oficiales. Premiará con cien mil francos al barón Dominique-Jean Larrey (1766-1842), “el hombre más virtuoso que he conocido”, y a los generales Michel Brayer (1769-1840), Charles Lefebvre-Desnouettes (1773-1822), Antoine Drouot (1774-1847), Pierre Cambronne (1770-1847), Bertrand Clausel (1772-1842), al coronel Jean Baptiste de Marbot (1782-1854), a quien animará a perseverar en los escritos que dedicaba a resaltar las glorias del ejército francés y a refutar a los “calumniadores y los apóstatas”, así como a los hijos de los generales Charles de La Bédoyère (1786-1815), Jean Baptiste Girard (1775-1815), Jean Hyacinthe Chartrand (1799-1816), y Jean-Pierre Travot (1767-1836), la mayor parte de los cuales le habían sido fieles durante los Cien Días, cayendo en combate como Girad en Ligny, o ejecutados durante el Terror Blanco, como La Bédoyère y Chartrand. El barón Louis Pierre Bignon (1771-1841) recibirá también cien mil francos y el encargo de escribir la historia de la diplomacia francesa entre 1792 y 1815. Napoleón indicará que todas las sumas debían realizarse contra el depósito de seis millones de francos que había realizado en París antes de dejar la capital en julio de 1815, contando también con los intereses generados, al 5%, desde dicha fecha, nombrando albaceas a Montholon, Bertrand y Marchand. El dinero restante tras hacer frente a las distribuciones indicadas debería repartirse entre los heridos en Waterloo y los soldados y oficiales del batallón de la isla de Elba, según un estadillo que debían realizar, además de Montholon y Bertrand, Drouot, Cambronne y Larrey.
Las primeras disposiciones muestran las querencias del Emperador por quienes consideraba sus fieles entre 1815 y 1821, quedando significativamente al margen los mariscales que se habían alineado de nuevo con los Borbones, como Soult, y otros ilustres caídos durante la campaña de Bélgica o en la represión subsiguiente, como Michel Ney. Sin embargo, es interesante que en el momento de repasar su vida recordara también a quienes le habían apoyado en sus inicios, disponiendo legados de cien mil francos para los hijos o nietos del barón Jean-Pierre du Teil (1722-1794), que había sido el director de la Escuela de Artillería de Auxonne donde se formó, “como recuerdo y reconocimiento de las enseñanzas que ese bravo general tuvo conmigo mientras servía a sus órdenes como teniente y capitán”; del general Jacques François Dugommier (1738-1794), comandante en jefe del ejército francés durante el sitio de Tolón, que había confiado en él asignándole el mando de la artillería; al diputado en la Convención Nacional Thomas Augustin Gasparin (1754-1793), que como representante del pueblo en el ejército había aprobado el plan de ataque que propuso para conquistar Tolón y que “le había protegido de las persecuciones producto de la ignorancia de los estados mayores que dirigían el Ejército antes de la llegada de mi amigo Dugommier”; de su ayudante de campo Jean-Baptiste Muiron (1774-1796), quien le salvó la vida al cubrirle con su cuerpo durante el ataque al puente de Arcole, y otros diez mil francos para el sargento Cantillon, acusado, pero absuelto, de haber intentado asesinar al duque de Wellington, justificando dicha acción por el papel que había desempeñado durante la ocupación de Francia:
«Cantillon tenía todo el derecho de asesinar a ese oligarca, que el que tuvo él para enviarme a morir a la roca de Santa Elena. Wellington, que lo propuso, buscaba conseguir mayor prestigio en Gran Bretaña. Cantillon, si hubiera conseguido matar al lord, hubiera estado respaldado y justificado por los mismos motivos, el interés de Francia para deshacerse de un general que, en primer lugar, violó la capitulación de París, haciéndose responsable de la sangre de los mártires Ney, La Bédoyère, etc., y del crimen de haber despojado los museos contra lo convenido en los tratados».
Finalizados los codicilos que los que incluyó un recuerdo de sus dos hijos ilegítimos, Charles León (1806-1881), habido con Éléonore Denuelle de la Plaigne (1787-1868), y Alexandre Walewski (1810-1868), producto de su relación con la “esposa polaca” María Waleska (1786-1817). No serían las últimas disposiciones. De hecho, el Emperador revisó en diferentes ocasiones los textos para recompensar con minuciosidad cada vez a un mayor número de personas, relacionando con exactitud sus bienes y objetos personales, entre los que se encontraban algunos de gran valor simbólico como las armas que llevó en sus campañas y que, en principio debían haber sido entregadas a su hijo, aunque Bertrand las conservó en su poder y acabó entregando la espada de Austerlitz al rey Luis Felipe de Orleans (1773-1850) en 1840, cuando durante el gobierno de Adolphe Thiers (1797-1877) permitió que se reclamara a Gran Bretaña la entrega de los restos del Emperador y se organizara la expedición a Santa Elena de la que formaría parte el propio Bertrand. El monarca depositaria la pieza en el Tesoro, acto que fue duramente considerado por los bonapartistas, que consideraban al rey poco menos que un continuador de los Borbones restaurados tras Waterloo.
Enfermedad o asesinato. El debate sobre las causas de la muerte de Napoleón
Los rumores sobre el asesinato del Emperador se iniciaron inmediatamente después de su muerte, esgrimiendo tanto razones políticas como la posibilidad de un retorno a Francia y el renacimiento de los sentimientos bonapartistas entre la población debido tanto a la política de los ministros de Luis XVIII como al cambio progresivo de la visión de Napoleón seis años después de su caída y finalizada la ocupación de Francia por las potencias aliadas, como motivos económicos derivados del coste que para el Gobierno británico suponía mantener el dispositivo de vigilancia terrestre y marítimo, consistente en unos cinco mil hombres y varios navíos por un importe anual de ocho millones de libras. No obstante, la falta de datos fiables no permitía asentar dicha hipótesis. Pero el análisis de los testimonios de quienes convivieron con él durante el cautiverio, tanto franceses como británicos, muestra que el Emperador, a su llegada a Santa Elena en octubre de 1815, gozaba de buena salud, se mantenía activo y daba largos paseos tanto a pie como a caballo. Sin embargo, en el transcurso de poco más de seis meses empiezan a constatarse diversos problemas como la fatiga crónica que le obliga a permanecer en cama durante días; empieza a tener problemas bucales como encías sangrantes y accesos en los labios y, ya a principios de 1817, el cirujano irlandés Barry O´Meara (1786-1836) indicará una hinchazón de las piernas que dificultaba el desplazamiento. Cabe indicar que O´Meara informará secretamente al Gobierno británico del trato dispensado por el gobernador Lowe al Emperador, pero el único resultado será la orden por la que se le expulsaba de la isla en julio de 1818, con lo que Napoleón no dispondrá de médico personal hasta la llegada de Antommarchi en septiembre de 1819, momento en el cual el estado de su salud se irá degradando con rapidez.
Dado que el resto de los exiliados no mostró un deterioro tan grave de su salud, la duda sobre la posibilidad de un envenenamiento empezó a abrirse paso desde el núcleo de las teorías conspirativas, puesto que el estudio de los diferentes y contradictorios informes sobre la autopsia no permitía encajar lo documentado con el proceso de un cáncer de estómago. En 1995, a instancias de un napoleonista, Ben Wider, presidente de la Société Napoléonienne Internationale de Montréal, el departamento de química tóxica del FBI realizó un análisis toxicológico de un grupo de cabellos del Emperador, concluyendo que “la cantidad de arsénico presente en los cabellos estudiados es significativo de un envenenamiento”. La polémica quedaba abierta puesto que los resultados del estudio encargado por Wider ratificaban las hipótesis que otro napoleonista, el sueco Sten Forshufvud, había enunciado casi tres décadas antes: el envenenamiento por arsénico, al indicar que los síntomas recogidos por los memorialistas eran perfectamente compatibles con una ingesta dosificada y prolongada de dicho veneno.
La consecuencia actual es la discordancia entre quienes mantienen la tesis del asesinato y se centran en determinar al posible culpable, y quienes intentan demostrar que la cantidad de arsénico presente en el cuerpo del Emperador puede deberse a causas no criminales. Los llamados “envenenadores” por defender la tesis del asesinato, han determinado como posible culpable a Montholon considerando que podía ser un agente del conde de Artois y que había alcanzado el grado de general de brigada durante la primera restauración tras declararse firme partidario de Luis XVIII. Dados sus antecedentes entre 1810 y 1814, derivados tanto de los problemas para que su matrimonio fuese aprobado, como las continuadas reticencias a incorporarse a filas entre 1813 y 1814, es bastante incomprensible que Napoleón le eligiera, junto a Bertrand y Gourgaud, para acompañarle. Dos últimos motivos podrían ser los celos, debido al affaire de su mujer Albine con el Emperador y las dudas sobre la paternidad de una hija nacida en 1819, tras el que abandonó la isla, y la codicia por entrar en posesión de los dos millones de francos que se le asignaban en el testamento. Según dichas hipótesis, Montholon habría envenenado lentamente al Emperador emponzoñando su vino, especialmente a partir de 1818 tras la muerte inexplicada del intendente Cipriani, encargado de los suministros.
Como en todas las teorías conspirativas, los contrarios disponen de argumentos menos atractivos para la ensoñación, pero más realistas. Montoholon no supo del legado de Napoleón hasta la redacción del testamento pocas semanas antes de la muerte del Emperador por lo que el beneficio económico no podría ser la causa de un proceso conspirativo prolongado; el de Napoleón no fue el único devaneo de Albine durante la estancia en la isla y, a ello hay que recordar que una relación de ese tipo se consideraba más un beneficio que una afrenta, especialmente en una corte tan reducida en la que los chismorreos amorosos alcanzaron también a otros miembros del séquito. Por último, Montholon no se vio beneficiado por los Borbones tras su regreso a Francia. Por el contrario, tras dilapidar el legado quedó en la ruina e intentó cambiar su fortuna apoyando la causa bonapartista, no la realista, entre 1830 y 1831 en apoyo del duque de Reichstadt, y en 1840 participando en el intento de golpe de estado de Luis Bonaparte, con el que compartió prisión en la fortaleza de Ham.
Si no se trató de un asesinato, la pregunta es la procedencia de los elevados índices de arsénico –desde 2 hasta 51 partes por millón frente a lo normal de 0,8 ppm– que indudablemente se encontraban en el cuerpo del Emperador y que habrían facilitado la extraordinaria conservación del cuerpo que relatan todos los que asistieron a la apertura de la tumba el 16 de octubre de 1840 antes de su traslado a Francia, lo cual no constituye, por si mismo, una razón absoluta para la medicina forense. Los “antienvenenadores” sostienen que la proporción de arsénico en los seres humanos era a principio del siglo XIX cuatro o cinco veces superior a los parámetros actuales, lo que situaría los resultados de los análisis perfectamente en la banda baja de lo considerado normal, además de cuestionar la metodología empleada por el laboratorio del FBI –aunque los resultados han sido también confirmados por muestras analizadas en el Laboratorio Harwell de Investigación Nuclear de Londres y el departamento de Medicina Forense de la Universidad de Glasgow, cuyos técnicos indicaron que el veneno le había sido suministrado en dosis progresivas, factor que coincide con el deterioro progresivo de su salud–; también afirman que el estudio de otros mechones de pelo del Emperador cortados en 1805 y 1812 habrían proporcionado índices de arsénico de 10,5 ppm, por lo que los niveles finales no serían en sí mismos extraordinarios. Otras hipótesis derivadas del hecho ocasional se han basado en los compuestos del papel pintado de Longwood, que no fue cambiado hasta 1819 y que habría liberado lentamente la substancia, o bien por una mala combustión del carbón empleado para calentar las habitaciones, los productos empleados para la conservación de las pelucas y, en último término, la corrupción del vino que tomaba el Emperador, sin que ello suponga que el líquido hubiera sido envenenado intencionadamente. Otras posibilidades se centran en la ingesta en pequeñas dosis en diferentes medicamentos dado que era un componente importante de diversas drogas, aunque causaba adicción. Aunque la mayor parte de los expertos en el periodo napoleónico se decantan en la actualidad por el fallecimiento producto de una enfermedad, las tesis conspirativas continúan teniendo muchos adeptos.
Las honras fúnebres
Lo que sí está demostrado puesto que todos los testigos coinciden es que será un médico militar británico, Archibald Arnott (1772-1855), que se encontraba en la isla desde 1819 pero que no visitó por primera vez al Emperador hasta el 21 de abril de 1821, quince días antes de su muerte, quien tomó las últimas decisiones médicas. Le administrará diversas pociones para cortarle los vómitos y la fiebre; prescribirá opio como sedante para calmarlo y permitirle descansar y, en la tarde del 3 de mayo, en contra de la opinión de Antommarchi y Bertrand, pero con el apoyo de Montholon, le administró una dosis de diez granos de calomel, un medicamento basado en el cloruro de mercurio empleado para las dolencias gástricas, una cantidad muy superior a la dosis normal de uno o dos granos. No responderá al tratamiento. En todo caso Napoleón confió en Arnott en las dos semanas en que le trató, dejándole en pago a sus servicios 600 napoleones a los que el Gobierno británico añadió la suma de 500 libras. Una remuneración desproporcionada.
La muerte de Napoleón se produjo a las 17.47 horas del 5 de mayo tras diversas horas de agonía en la que pronunciará frases inconexas resultado de la fiebre y el delirio, habiendo recibido el día anterior la extremaunción. Antommarchi realizará la autopsia el 6 de mayo a las 14 horas ayudado por siete médicos de la guarnición, que demostrará el mal estado del hígado y del estómago, como comprobarán los presentes siendo la sucesión de informes contradictorios redactados para explicar los resultados de la autopsia una de las bases empleadas por los defensores de las acusaciones de asesinato. Sin embargo, en mayo de 1821 el problema era otro: plantear si la muerte del Emperador se había debido a causas naturales o era la consecuencia del clima de la isla y las condiciones del exilio. En caso optarse por la segunda, era evidente que se enconarían las relaciones entre Gran Bretaña y Francia debido al gran número de bonapartistas y contrarios a los Borbones, por lo que se decidirá declarar sanas las vísceras y optar certificar la muerte como consecuencia del proceso normal de su enfermedad, un cáncer de estómago consecuencia del proceso de degradación de la úlcera que padecía. El corazón y el estómago fueron extraídos del cadáver antes de finalizar el análisis médico y depositados en el interior de sendas copas de plata con vinagre de vino como agente de conservación.
Una vez reconocido el cadáver por el gobernador Hudson Lowe, que intentará compensar sus años de mala relación con el Emperador y la etiqueta de feroz carcelero con la que será recordado no solo en Francia, sino también en el Reino Unido, declarando a su salida del velatorio “era el mayor enemigo de Inglaterra y también el mío, pero se lo perdono todo. En el momento de la muerte de un gran hombre no debe manifestarse más que un profundo dolor y un gran pesar” en una sarcástica muestra de hipocresía que nadie creerá, el cuerpo del Emperador será amortajado con el uniforme de coronel del regimiento de Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial provisto de todas sus condecoraciones, cubierto, como sudario, con el capote que había llevado en la batalla de Marengo, y dispuesto sobre el catre de hierro que empleaba en sus campañas. Recibirá los honores militares correspondientes a un general de división por parte de la guarnición de la isla, tras rehusarse la posibilidad de trasladar su cuerpo a Europa tanto por razones políticas como por la ejecución de la prosecución de la idea del exilio y la prisión al enterrarse el cuerpo en el lugar del cautiverio. La sepultura se abrirá en un enclave del valle de los Geranios, posteriormente conocido como el valle de la Tumba, a la sombra de unos sauces. Aunque mantendrá la guardia perpetua de un centinela, la losa que cubrirá la tumba carecerá de inscripción, dado que, en su voluntad por rebajar la figura de su prisionero, al que negará siempre el título imperial y tratará por su graduación militar, el gobernador Lowe se negará a que en la inscripción figurase únicamente “Napoléon” si no iba acompañado de su apellido, a lo que se opusieron las miembros de su séquito, que regresaron a Europa una vez concluidas las exequias y se convertirán, junto a quienes habían abandonado antes la isla, en los principales divulgadores de las condiciones del exilio y, con ello, en una pieza fundamental en la creación de la leyenda napoleónica.
La leyenda quedará definitivamente establecida cuando, el 15 de diciembre de 1840, los restos fúnebres de Napoleón lleguen a los Inválidos en una ceremonia conocida como Le retour des cendres que congregó a 800 000 personas en las calles de París.
Bibliografía
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- Lentz, Th.; Damamme, J.C. (2000): “Napoléon a-t-il été empoisonné?”. Napoléon 1er. Le magazine du Consulat et de l’Empire, 3, pp. 34-41.
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- Pagé, S. (2013): Le mythe napoléonien. De Las Cases à Victor Hugo. Paris. CNRS.
- Documental: L’Exile de Sainte-Hélène
- Documental: Mort de Bonaparte: l’epoisonnement en est-il la cause?
- Texto completo del testamento de Napoleón
¡Señor Francisco Gracia Alonso, déjeme decirle que usted ha realizado un trabajo simplemente magistral y admirable! Como lector empedernido que soy, y dado que he estado obsesionado un poco con el personaje de Napoleón Bonaparte, debo decirle aquí mismo que su artículo es simplemente hermoso, increíble y recomendable para todo aquel que quiera conocer mas sobre Napoleón, sus circunstancias, sus cualidades, su legado en Europa y en Occidente y cómo este despertó a la historia universal a punta de cañón y sable. Sin duda alguna, él era la Revolución Francesa y La República de Francia.
No tengo mucho mas qué añadir, señor Francisco, y por lo tanto me despido y le deseo lo mejor en su carrera académica. Hasta luego, le mando saludos desde la tierra de Colombia.